martes, 4 de agosto de 2009

Maribel / 25

La llegada a casa le volvió a traer esa sensación que cada vez tenía más a menudo, la sensación de que el cielo se le caía sobre la cabeza, que el mundo se acababa, que todo estaba mal. Ese caos generalizado sin aparente salida, con las niñas mayores ajenas al trabajo que se avecinaba, su marido que se fue rápido a la taberna, su madre que iba de un lado a otro deshaciendo bolsas y recogiendo ropas, pero nada comparable a cuando se vio en el espejo del pasillo y fue consciente por primera vez que aquella que veía no era ella, tres embarazos, uno de ellos doble, habían pasado factura y aquello que veía no era Maribel, era por lo menos dos maribeles y tenía aspecto de señora mayor, aunque ella se sentía una niña, igual que antes, pero parecía una señora mayor entrada en quilos, sobrada de grasa, no le gustaba nada lo que veía en el espejo y la verdad es que no tenía ni recursos, ni tiempo, ni ganas de solucionarlo.

Por eso no lograba liberarse de esa sensación de vacío, ni siquiera cuando empezó a hacer las tareas de rutina, las cosas más necesarias que tenía que hacer de manera simultánea con poner paz entre las mayores, limpiar a las pequeñas, hacer la comida y comenzar el mundo todos los días para repetir lo mismo, para acabar donde acabó el día anterior. A veces pensaba que la vida era como barrer, barrer no es limpiar, es solamente cambiar la basura de sitio, desplazar la suciedad de un sitio a otro y siempre vuelve después a los mismos sitios, para tener que repetir la operación de cambiar la suciedad de sitio, un circulo vicioso sin principio ni fin, sin sentido, sin lógica.

Le hubiera gustado poder contar aquello, que ella pensaba que eran tonterías, a alguien, pero también tuvo otro descubrimiento: por el camino, según iba coleccionando quilos y niñas, iba perdiendo amigas y no tenía contacto con ninguna ya. A su madre no le podía contar ciertas cosas, porque como no fueran de práctica doméstica solía atajar las conversaciones con un qué loca estás, o qué cosas tienes, porque no le interesaban otros temas.

Con su marido tenía un momento extraño de su relación, ella estaba convencida que ya no le atraía por su tipo y porque como tenía que dedicarle tanto tiempo a las niñas, a veces las camisas ya no estaban tan bien planchadas como antes, o algún pantalón se había teñido con algo que había desteñido; cuando pasaba esto él le regañaba con ganas, con un tono de voz que jamás había utilizado antes, pero ella entendía que era normal porque esas cosas no debían pasar, así que cuando le gritaba ella callaba y desaparecía en cuanto podía, para que los gritos no fueran a mayores y no se enfadara más, pero entendía perfectamente que tenía todo el derecho a regañarla por relajarse en sus obligaciones. Todas estas cosas podían haberle alejado y ella suponía que la relación no estaba muy bien, aunque las cosas iban igual de bien, o de mal, que antes.

Y ahí acababan sus relaciones, no tenía a nadie con quien compartir sus cosas, y se las contaba a sí misma. Descubrió un programa en la radio, el consultorio de la señorita Francis, cada tarde lo seguía, la señorita Francis leía una carta de una oyente y le daba consejos, Maribel se enganchó cuando un día oyó esta carta:

Carta de una “desesperada”. Querida señorita Francis, tengo un problema y quiero pedirle consejo. Mi marido me engaña. El sábado por la noche, cuando estábamos en el momento más interesante de nuestra relación, me dijo: «Rosario, te quiero». Al oírlo quedé aturdida y no supe reaccionar, porque yo me llamo Carmen. ¿Qué debo hacer? En espera de su consejo, se despide una desesperada.

Querida “desesperada” o Carmen, como prefieras. Por desgracia, tu problema es bastante habitual. Lo que no resulta tan corriente es que en esos momentos íntimos en los que tú se lo entregas todo, cuando estáis unidos por el sagrado vínculo del amor, él te diga que te quiere equivocándose al pronunciar tu nombre. No, no es normal. Por lo tanto, algo hay, es cierto. Y, en estos casos, lo mejor es actuar con cautela y estar atenta. Vigílalo discretamente: sus horarios, el olor de su ropa, posibles manchas de carmín..., y, sobre todo, observa si cumple adecuadamente con sus deberes maritales, lo que sería un indicio claro de que algo se está quedando por el camino. De cualquier manera, amiga mía, ya sabes que la obligación de una buena esposa es compartir, sacrificarse y estar dispuesta a dar todo por los suyos, sobre todo por el marido. No te precipites y, en caso de confirmar tus dudas, debes hablar con él y hacerle recapacitar, seguro que él sabrá apreciar el amor que le das. Tuya siempre: Elena Francis.

© 2009 jjb

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