lunes, 10 de agosto de 2009

Maribel / 29

Por más que intentaba cambiar Maribel, nada cambiaba. Por más que intentaba mejorar la limpieza, variar la comida, sonreír cuando llegaba, nada cambió en los próximos años en los que el mal vino y la costumbre hicieron de las palizas una constante en la relación. Cuanto más le pegaba, más pensaba Maribel que algo malo estaba haciendo, que debía cambiar para que Joaquín no tuviera razones para castigar su actitud, porque de lo que sí estaba segura es que ella era la culpable de que su marido se comportara así. Es más, sin contárselo a nadie, después de darle muchas vueltas, asumió como verdad que su marido le pegaba lo justo y en esa verdad se acomodaba tras intentar disimular todos los rastros que aquellas noches de violencia y desazón dejaban.

Las niñas fueron creciendo y aprendieron a callar, a no ver ni oír, a la complicidad del silencio, a cualquier cosa que no agravara la situación de su madre a la que adoraban y a nada que pudiera acrecentar la vorágine violenta de su padre del que huían. Pero aunque parecían ausentes, oían y veían, oían en el momento y veían el resultado en la cara y el cuerpo de su madre.

Un día su hija mayor, cercana a la mayoría de edad, acumuló valor y le dijo a su madre, mamá esto tiene que acabar, calla hija, calla, tu padre es bueno, los hombres son así. Sin darse cuenta Maribel le contó a su hija el mismo discurso a favor de los hombres que su madre le había hecho muchas décadas antes. Nada había cambiado en el universo de Maribel, cuando en los periódicos y en las televisiones decían que aquella no era una época de cambios sino un cambio de época, pero nada sabía Maribel de aquello, ni tampoco leía los periódicos. Leía el futuro en la cara que traía su marido cuando llegaba de la calle, y el futuro que leía sólo podía ser de dos formas: o tranquilo o violento y casi siempre era violento, o quizás no, quizás es que recordase más los momentos violentos, en esa inexplicable actitud de justificar a su marido y apropiarse de la culpabilidad.

Pero los tiempos habían cambiado fuera de aquella casa, las leyes habían cambiado, el lenguaje había cambiado, todo había cambiado. Una mujer ya podía abrir una cuenta corriente sin el permiso de su marido o de su padre, una mujer podía salir al extranjero sin autorización. Lo que sus hijas creían que siempre había ocurrido Maribel aún no lo sabía, pero sobre todo lo que no había cambiado, lo que aún seguía vigente, es que para algunos hombres su mujer es otra propiedad que les pertenece y eso cuesta mucho hacerles entender que no es así aunque cambien todas las leyes.

Pero su hija no dio la callada por respuesta como Maribel, mamá, no debes aceptar eso, no es así, no es eso, no mamá, quien te hace daño no te quiere, no debes admitirlo, hija, tu padre es un hombre responsable, un esclavo de su casa, que se va al bar con sus amigos, que bebe, pues sí, ¿qué va a hacer?, así ha sido siempre y así debe ser, que no mamá, sí hija, las cosas de casa se solucionan en casa, no me crees más problemas, déjalo estar.

Déjalo estar, esa era la filosofía imperante, dejarlo estar, la que no había funcionado durante años, la que sólo había servido para que Joaquín no tuviera que tener más problemas que una severa resaca matinal y pocas cosas que plantearse al cabo del día, para después, vaso a vaso, acabar la noche con un poco de terror conyugal sin preparación ni motivos, sin estrategias ni tácticas, sólo llegando hasta donde llega la conciencia de una mente perturbada por el alcohol.

Dejarlo estar era dejar impune una forma de actuar, pero sobre todo era hacer crecer al que la practica, aumentando el grado y la intensidad de su agresión, alimentando un monstruo doméstico, que era bueno a ojos de todos, que era responsable y trabajador, que, según ella, sólo pegaba a su mujer lo necesario.

© 2009 jjb

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