lunes, 1 de febrero de 2010

Sancha

Calle Amnistía hacia adelante, llegando a la Plaza Ramales, quizás aquí este enterrado Diego Velazquez, quizás no. Antes he pasado por la calle de la Unión, y en la esquina de Amnistía con la calle Santa Clara puedo ver la lápida que recuerda que allí se suicidó Mariano José de Larra, Fígaro. Quien escribió ese artículo, ese opúsculo, que me hubiera gustado escribir a mí, pero se me adelantó, lo escribió en enero de 1833. Me siento un poco en el absurdo objeto que ha depositado allí el ayuntamiento. Lo ponen para evitar que aparquen los coches, pero lo utilizamos los que no podemos andar mucho trecho sin tener que descansar. Posiblemente sea una excusa para pensar, pero me gusta. Sí, es cierto que la superficie de asiento es pequeña e incomoda, pero hace su labor, un rato, hasta que se recupera el resuello y de nuevo buscas otro trecho hasta encontrar un refugio.

Larra se suicidó un 13 de enero de 1837. Yo en mi refugio donde me siento pienso que jamás me suicidare, o quizás que jamás tendré el valor para hacerlo. Me gusta vivir, me gusta estar aquí y recordar a mis vecinos pasados, como Larra, un romántico. Yo, que no soy nada romántico, admirando aquel vecino ignoto con lápida recordatoria y busto en la calle Bailén. Él, que sólo quería el amor de su amada, y yo sentado aquí. Todo esto empieza a asustarme. Él a pesar de estar casado con Josefa Wetoret amaba a Dolores Armijo, que le visitó acompañada de su cuñada ahí, en el tercer piso del número 3 de la calle Santa Clara, la fatídica fecha del 13 de febrero de 1837, segundos antes de que se pegara un tiro y acabara con su vida. No me asusta la forma de morir de Larra, no comparto su decisión pero la entiendo. Lo que es horrible es que tras su entierro en el que fue glosado por Zorrilla, sus restos mortales fueron trasladados de cementerio en cementerio, describiendo la crónica del crecimiento de Madrid y la necesidad de alejar los camposantos a lugares que no tuvieran aún la voracidad inmobiliaria que la ciudad tenía, hasta llegar a la Sacramental de San Justo, San Millán y Santa Cruz, donde aún permanecen a la espera de que aquellos terrenos sean el objetivo de promotores o constructores.

Pero sigo mi camino y llego a la Plaza Ramales. Los madrileños eluden el “de” de los lugares y así convierten la plaza de España en Plaza España, o la plaza de Oriente en la plaza Oriente. En esta plaza hay dos palacios olvidados por la gente; la casa palacio de Domingo Trespalacios y Escandón del Consejo y Cámara de Indias. Este caballero casó con la hija del marqués de Altamira, su escudo nobiliario en piedra se conserva en la fachada de la casa palacio.

El otro, la casa palacio de Ricardo Angustias, es una joya de la arquitectura, no sólo por la dificultad técnica de su construcción sino por su belleza. Desde todos los puntos de vista es preciosa, pero quizás ese detalle característico es la virgen que hay en una hornacina en el lateral de la casa, protegida por un cristal que da a la calle y con acceso desde el interior de la casa. Tras un atentado terrorista en ese lugar hace ya algunos años, los desperfectos fueron generales en la fachada menos en ese lugar.

Me siento en uno de esos cuadrados graníticos de la plaza Ramales, digamos de la plaza de Ramales, y sigo viendo. Me han quitado el colegio Eva Duarte de Perón justo en la esquina. Ahí iban mis amigos, y lo que es más importante, mis amigas. Era mixto, absolutamente incompresible para aquella época de separaciones prematuras de sexos. En aquel colegio municipal, en donde se votaba en falso en la dictadura y de verdad después, aquel colegio desapareció. Fue uno de los pocos edificios que desaparecieron del barrio, protegido de la piqueta, quién sabe por qué.

Ahí, ahora, se ha levantado un nuevo edifico, un edificio importante que intenta imitar el granito del palacio, pero que se queda en la realidad del soviet, en la Rusia comunista y su estética. No es feo, es sólo soviético.

© 2010 jjb

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