martes, 9 de febrero de 2010

Sancha /7

Doña Sancha tenía un especial cariño por Isabel por muchos motivos, probablemente el mayor fuera porque le había sacado de un almacén para instalarla al aire libre en la plaza de Oriente. Aquel lugar pasó de ser un descampado a convertirse en una colmena de casas construidas por los que habían intervenido en la construcción del palacio, y allí se habían quedado las casas, robándole prestancia al Palacio.

José, hermano de Napoleón, rey de España por la gracia de su hermano, es conocido para la posteridad con el nombre de Pepe Botella por su pretendida afición al vino. Pero realmente su apelativo más justo sería el “rey plazas”, el es el culpable de que muchas de las plazas de Madrid existan. Él hizo destruir las casas que estaban enfrente de la puerta del príncipe, mandó allanar todo el terreno, acometió las obras de urbanización y preparación y justo cuando iba a empezar a construir una bella plaza al estilo francés que tanto añoraba, perdió su reino y se fue, dejando su sitio a la rama borbónica española que en ese momento no estaba para jardines. Por lo que Isabel se ocupó de que en aquel terreno llano y preparado se construyera una bella plaza.

Las estatuas se habían hecho hacía mucho tiempo. Iban a ir en el tejado del palacio, pero
el tejado no podía soportar el peso en piedra de tanto rey y se dejaron almacenadas en los almacenes reales para cuando llegara la ocasión. Esas estatuas se colocaron en la plaza Oriente, en el parque del Retiro, en algún que otro lugar de Madrid y en algunas otras ciudades españolas, aunque en el techo del palacio aún se puede ver alguna también.

Por eso Sancha estaba agradecida a aquella niña que le había cambiado aquel estrecho y aburrido escenario por este espacioso, bello y en el que podía enterarse de las cosas que pasaban con más cercanía.

Pero también Sancha había sido madre y reina, y le angustiaba un poco ver a aquella niña desbordada por los problemas de estado a merced de sus consejeros y mentores. Le apenaba que aquel volcán estuviera permanentemente apagado por la tristeza y el peso de la responsabilidad desde niña.

La casualidad quiso que el emplazamiento de Sancha en la plaza de Oriente estuviera muy cercano a los balcones de las habitaciones privadas de Isabel, y la veía salir a los balcones casi siempre llorando, casi siempre buscando el amparo de la noche para que no hubiera testigos de su infelicidad y sus miedos. Y Sancha la miraba desde su sonrisa de piedra y le deseaba suerte. Pero no hay suerte cuando estás contra el destino y a merced de los elementos. Allí recordó una frase Sancha que le hubiera gustado dar a conocer a la niña reina, “Dios perdona siempre, los hombres algunas veces, la naturaleza nunca”.

Sabía Sancha que la reina Isabelita dormía en la esquina antagónica a su marido, su primo. Sabía Sancha que el esposo de Isabelita vivía, y posiblemente dormía con su secretario. Sabía que rara vez se juntaban la reina y el rey y que siempre que aquello ocurría había antes una negociación en la que siempre se hablaba de dinero. Lo sabía y no le gustaba, porque Sancha era de otro siglo y no podía aceptar esas cosas, esas costumbres modernas.

© 2010 jjb

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