miércoles, 3 de febrero de 2010

Sancha /3

Si no haces lo sencillo, si no cruzas frente al palacio. O mejor dicho, junto a la puerta del Príncipe, la que todo el mundo cree que es la puerta principal y es una de las laterales, porque la entrada principal está en la plaza de la Armería. Si desandas el camino, vuelves hacia el Teatro Real y desde allí comienza el otro pasillo de reyes y bancos, de estatuas podremos ver a Ramiro I, Ordoño I, Wilfredo, Alonso III, Ordoño II, Ramiro II, Fernan González, Alonso V, Ramiro I, Fernando I y por fin a quien había venido a buscar, a Doña Sancha.

Dicen que estuvo prometida a García Sánchez, conde de Castilla. Cuando iba a conocer a la infanta, éste fue asesinado por la familia Vela en las calles de León, pero hace tiempo. Hace más o menos mil años desde que naciera y lleva siglos inmortalizada en piedra, ella, la única mujer entre sus compañeros de piedra alrededor de la plaza Oriente.

Fue abadesa seglar, es decir, una monja casada, porque hace mil años ese problema parecía estar resuelto en el seno de la Iglesia. Tuvo cinco o seis hijos, depende del historiador. De ellos, tres fueron reyes, de Castilla, de León y de Galicia, y dos infantas que fueron señoras de Zamora y Toro. Hija de reyes, hermana de reyes, reina y madre de reyes.

Pero no es su historia biográfica lo más interesante. Lo que más me gusta de esta mujer es lo que nadie ha investigado y muy pocos han visto. Todos los reyes en esta plaza tienen un imponente porte severo y fiero, con facciones duras y frías como la piedra de la que están extraídos. Sin embargo Sancha, doña Sancha, tiene una cara suave, joven, muy joven, un aspecto bondadoso, unas manos minúsculas y cuidadas, una sonrisa de cariño que contrasta con la seriedad de su esposo que ocupa la otra parte del banco que ambos vigilan.

Sí, es muy posible que el escultor lo hiciera hace siglos con esa visión machista y masculina del mundo, pero en aquellos tiempos esa era la postura única y el hecho de haber hecho más llevadera la figura de la reina. Es un regalo para los que siglos después la observamos.

Contrasta con la imagen de la estatua ecuestre de Felipe IV, en el centro de la plaza. Una joya escultórica, pero tan lejana que sólo con unos prismáticos o acercando la lente de una cámara podemos ver la terrible venganza que el autor hizo de aquel rey que aparece en su magnifico caballo con un rostro que más parece una caricatura que un elogio. Comparando ambas se ven las reacciones y emociones que los escultores sentían por los reyes, ver que no eran neutrales en su obra.

© 2010 jjb

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