miércoles, 23 de septiembre de 2009

Verónica /3

A las seis y media estaba esperando, a ratos se alejaba del banco y vigilaba furtivamente las inmediaciones, de pronto pensaba que alguien podía quitarle su banco y destruir así la magia del segundo encuentro y volvía presuroso a tomar posiciones sentado, en el esperando y pensando. A veces planeaba cómo iba a ser la conversación, qué debía y qué no debía decir, pormenorizaba temas de conversación y suponía lo que ella le diría.

Los minutos se hacían largos, las siete pasaron y la media y las ocho y nadie apareció por aquel banco que se había convertido en un refugio de sus pretensiones, en un cofre de sus deseos, en el muro donde se estaban estrellando sus ilusiones.

A las nueve aún se concedió diez minutos inútiles por ver si llegaba, pero no llegó y se fue mirando hacia atrás y maldiciendo no haber previsto esa posibilidad que era la que más daño podía hacerle, o al menos eso creía, pero avanzando despacio y mirando hacia atrás aún albergaba alguna esperanza, que se disipó con la distancia y el tiempo.

Pasaba de la desolación al abatimiento, buscaba razones y encontraba excusas, perdía la cabeza y ganaba desconfianza. No podía pasar un segundo sin pensar en ella, no lograba entender por qué, apenas sabía nada de ella y la echaba de menos como si hubiera estado con ella toda la vida, como si su vida careciera de sentido sin ella y como un penitente, como un alma en pena, volvió día tras día, tarde tras tarde al banco de piedra frente a Palacio.

Pero nada pasaba, nada de lo que él estaba buscando, la vida en aquella parcela era monótona, una repetición de escenas que diariamente ocurrían en el mismo orden: un paseante, una madre con un bebé en su carrito, unos jóvenes con bicicletas, una pareja buscando la complicidad de la noche, un abuelo en retirada. La vida era una repetición de momentos y situaciones y una constante, ella no aparecía por allí, él esperaba paciente y según iban pasando los días más desesperaba, menos confiaba en su suerte y más deseaba verla, pero nada podía hacer y su confianza iba mermando al mismo ritmo que aumentaba su deseo.

Imaginaba cómo era. Ponía cara a su voz aunque ambas se iban disipando con el tiempo aunque él iba poniendo nueva cara y nueva voz a un recuerdo desvanecido. Imaginaba su nombre, su olor, sus costumbres, sus manos, y sólo recordaba aquel baile de caderas alejándose sin echar la vista atrás, sólo esa imagen de recuerdo y cada vez que lo rememoraba se estremecía al pensar aquella cadencia al andar, aquella coreografía sensual y mínima, provocativa y estudiada, sólo le quedaba eso y ni era mucho, ni decía mucho de la selectividad de sus recuerdos.

Su vida se movía entre la monotonía y los deseos. Seguía buscando trabajo pero esa búsqueda se había convertido en un trabajo mal remunerado y menos apreciado pero que a él le servía para justificar su tiempo y su vida, buscaba y no encontraba, eso parecía haberse convertido en el lema de su vida en todos los aspectos.

Llegó el día que por fin dio por terminada la espera, la inútil espera de nada y volvió a lo que había sido su constante desde hacía ya demasiado tiempo. Había conocido a muchas mujeres, pero sólo habían sido esporádicas aventuras, él lo llamaba la caza, un juego de caza en el que el premio era conquistarlas, vencer su voluntad y llevarlas a la posición horizontal y una vez conseguido, una vez alcanzado el objetivo, el juego había terminado. Sin embargo con Lola, por algún motivo que desconocía, en momentos de derrota, cuando necesitaba un poco de calor humano, un hombro, quizás una caricia, siempre volvía a ella y ella jamás preguntaba, jamás tenía una mala palabra, no pedía una explicación, no había discusiones ni pedía cuentas. Cuando volvía con ella, parecía que se habían despedido la tarde anterior y hacía meses que no se veían. Ella le miraba, sonreía, y empezaba una conversación sin pretensiones que le envolvía en la naturalidad de lo cotidiano.

© 2009 jjb

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